CAZAR "LA MENOR" EN EXTREMADURA... MISIÓN IMPOSIBLE.

Tradicionalmente se ha identificado a Extremadura con la cacería. Su situación geográfica, con un clima suave la mayor parte del año y su inmejorable ecosistema, hacían de esta región un paraíso para cualquier persona que practicase la caza, sea mayor o menor. Con una abultada presencia de aves de paso, unas en verano otras en invierno. Con magnificas tiradas de tórtolas en prácticamente cualquier rastrojo o sembrado de girasol, que con su fulgurante volar entre las encinas hacían las delicias, también en el plato, de los tortoleros, que salían al campo con la ilusión de una nueva temporada después del parón de la veda. Imponentes bandos de miles y miles de palomas nublaban el cielo interpretando ese sonido tan especial con su aletear, perfectamente reconocible para el aficionado o para el vecino del pueblo, que además veía como en los tejados, al paso de las columbas, se depositaban sus excrementos con un singular repiqueteo como si de lluvia se tratara. Memorables perchas de codornices, no ya en rastrojeras veraniegas, acción que en Extremadura estuvo prohibida inexplicablemente durante mucho tiempo, pero sí en el regadío, entre maizales recién cortados o arroces segados, donde los perros ofrecían magistrales recitales. Zorzales por doquier en las zonas olivareras, muy transitadas por personas provenientes de otras regiones o allende de nuestras fronteras, o en casi cualquier pequeño olivar que tuviese cerca un dormidero apetecible para el pequeño gran viajero, que justo antes del amanecer nos ponía en tensión con su pitido casi ultrasónico en las heladas mañanas invernales. Conejos, en abundancia, en casi toda la geografía extremeña, infinidad de fincas emblemáticas donde la densidad del lagomorfo era tal, que los lances se repetían una y otra vez a lo largo de la jornada. En los berrocales, zarzales o pizarras, entre jaras o retamas, tomillos o cantuesos, los latidos de los podencos hacían vibrar el monte y acelerar el pulso del conejero. Liebres fuertes que ponían en un aprieto al más veloz de los galgos o que daban incontables alegrías a un nutrido grupo de metódicos cazadores buscadores, que hicieron de este animal su especie preferida y a otros que se les arrancaban de los pies sorpresivamente mientras pateaban tras las perdices o trajinaban al conejo. Perdices de verdad, de las que había que estar muy fino para engañarlas, riberos como los del Tajo o el Almonte donde se cazaban a un solo vuelo, porque no volvías a verlas después de la primera arrancada o llanos abiertos en Tierra de Barros o en la Serena donde tenías que correr ligero tras ellas, para después de varios vuelos encaminarlas a los lugares donde podían ser puestas por el perro. Eso en el mejor de los casos, que en otros muchos te quedabas con cara de bobo al llegar a donde pensabas que habían caído, pero allí ya no quedaba ni una. Pocos años después, en Extremadura sólo queda caza mayor, que por cierto goza de una excelente salud con un número de practicantes en aumento y una calidad indiscutible de trofeos. Ya son pocos los que piensan en Extremadura como destino de caza menor y son muchos, incluidos extremeños, los que se deciden por otros derroteros para poder practicar su afición. Se ha pasado, en un cortísimo periodo de tiempo desde la abundancia, casi la opulencia, a la cuasi desaparición de las especies cinegéticas que conforman la llamada caza menor, y no es una afirmación exagerada. ¿Qué ha ocurrido para llegar a esta lamentable situación?. Trataremos de desgranar las cuestiones, que a nuestro juicio, pueden haber sido las causantes de este desastre ecológico de dimensiones alarmantes. La cuestión no es repartir culpas o castigarnos a nosotros mismos con el flagelo del desacierto, se trata de reflexionar sobre dónde puede residir el error, que evidentemente no es sólo uno, sino una confluencia de circunstancias adversas. El cazador; ¿podríamos haber hecho más? Pues seguro que sí. En primer lugar, en tiempos pretéritos, no hemos sido suficientemente conscientes que la caza necesita de una adecuada gestión, de un cuido muy especial que asegure el mantenimiento y fortalecimiento de las poblaciones cinegéticas. Y por supuesto, nunca tuvimos la iniciativa de asociarnos, de ir juntos contra muchas de las medidas que se han tomado contrarias a la caza, ni a favor de otras, que podían haber mejorado la situación y que nunca vieron la luz. Además, de no haber hecho frente de forma colectiva a los ataques que la figura del cazador ha venido sufriendo en estos últimos lustros y que han conseguido demonizar lo que hasta hace poco era considerado, no como un deporte o actividad de ocio, sino como un arte, una tradición milenaria y una forma de entender la naturaleza y la vida. La agricultura. Es evidente que los intereses de los agricultores no son coincidentes con los de los cazadores, la búsqueda de la mayor rentabilidad de la tierra ha hecho que sistemáticamente hayan sido utilizados productos nada beneficiosos para el mantenimiento de la calidad medioambiental de los cotos. La mecanización agrícola, sin que se reserven lindones o franjas de terreno para la reproducción y cría de animales, tampoco contribuye a mejorar la situación. Por otro lado, tierras abandonadas sin ningún tipo de explotación, la desaparición de los cultivos tradicionales en mucha parte del territorio y la sobrecarga ganadera dificultan enormemente la supervivencia de las especies de caza y fomentan el hábitat idóneo para una insoportable explosión demográfica de predadores. Es más que evidente que cazar tiene un efecto en las poblaciones cinegéticas, pero el entorno donde se vive incide, de forma definitiva, en absolutamente todas y cada una las especies residentes desde plantas a invertebrados, aves o mamíferos. Reducción de superficie cultivad, en 2008 se destinaban a cereal grano, trigo, cebada, avena 275 mil hectáreas en 2015 se redujo a 181 hct. Las Administraciones. Aires de conservacionismo mal entendido han arraigado en nuestros políticos. En demasiadas ocasiones, a nuestro juicio, los responsables públicos toman decisiones que para nada benefician a la caza, a los cazadores, ni al mantenimiento de los ecosistemas. La cultura de la prohibición, como era previsible, no ha tenido los resultados deseados, limitar los periodos de caza a casi algo simbólico, endurecer las posibilidades de trampeo y control de predadores o la desaparición de los terrenos libres, no han contribuido a ninguna mejoría de la situación de nuestros campos. Por no hablar de los inexistentes planes para la recuperación de la caza. Pero sobre todo, lo más preocupante, es que la administración ha olvidado que la caza tiene una importantísima función social como generadora de recursos económicos y de empleo en una región como la extremeña, donde de esto no abunda precisamente y que es parte imprescindible del desarrollo socioeconómico de las zonas rurales, habitualmente deprimidas y con unas pirámides poblacionales que indican que de no actuar correctamente, en un corto periodo de tiempo muchos pueblos extremeños desaparecerán irremisiblemente, ya no habrá nada ni nadie en los campos, quizás para regocijo y deleite de algunos. Las enfermedades. ¿Qué decir de las enfermedades? La mixomatosis, la Neumonía Vírica, Tularemia, cistercosis y otras patologías están diezmando las poblaciones de liebres y conejos, estos últimos probablemente el eslabón mágico en todo lo que concierne a la recuperación de la fauna. Sin embargo, pocos avances hay en este campo, la inversión en investigación no está pareja a la importancia que tienen las especies cinegéticas para el correcto equilibrio en la naturaleza. No es criticable el considerable coste de ambiciosos programas de protección de algunos animales emblemáticos; osos, linces, águilas reales o imperiales, pero sí es cuestionable el paupérrimo presupuesto destinado a la recuperación de las poblaciones que son la base de la cadena trófica de los anteriormente citados, quizás porque son especies de caza y eso no está bien visto. ¿Y ahora qué? Pues parece que sólo hay dos caminos a escoger: Uno es el de la resignación, vivir de los recuerdos y contar batallitas a nuestros vástagos sobre aquellas memorables jornadas de caza en tal o cual finca y ocultar al vecindario y por supuesto en las redes sociales nuestra condición de cazadores para evitar la vergüenza y el escarnio. El otro, recuperar la dignidad que debe presidir el comportamiento de cualquier ser humano, sentirnos orgullosos de conocer mejor que nadie nuestros campos y a cada uno de los animales que lo pueblan y exigir a los poderes públicos y a la sociedad en general el reconocimiento de la caza como una actividad honorable, educada, generosa y generadora de recursos. Lo que sí parece cierto, es que la mayor responsabilidad referida a la recuperación de la caza va a recaer en los propios cazadores. Hay que convencerse de que nadie va a venir, motu proprio, a resolver nuestros problemas, ni la administración, ni los ecologistas, ni Europa reaccionarán a no ser que se les exija de forma razonada, y no por ello tibia, el reconocimiento del derecho a cazar. Por otro lado, obviamente hay que continuar con la adecuada gestión que se está haciendo en muchos cotos e iniciarla en otros para mantener y aumentar si es posible, las poblaciones de conejos, liebres y perdices, realizando censos que permitan conocer el número de residentes en nuestro coto para, entre otras cosas, poder hacer el cálculo de los que se podrán abatir durante la temporada para garantizar la continuidad de las especies. Mejorando, de acuerdo con los agricultores y propietarios, el hábitat de las fincas, incorporando cuando sea necesario y manejándolos correctamente, comederos y bebederos. Efectuar un acertado control de predadores, con todos los medios disponibles; Jabalíes, zorros, córvidos, gatos, perros asilvestrados y otros visitantes, diezman las poblaciones adultas y son muy dañinos en épocas de cría. Finalmente, cazar de una forma sostenible, respetuosa con el entorno. Atrás quedaron las abultadas perchas, ahora toca el disfrute de la jornada, de la camaradería, realizar la acción cinegética con el pensamiento puesto en las generaciones que han de sucedernos en el campo y que tienen, al igual que nosotros, el pleno derecho a cazar, en todo el íntimo y extenso significado de esa palabra. Realmente sólo hay un camino. Los derechos no son para siempre, hay que defenderlos día a día.

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